CLAVE PARA UN VIEJO QUE SABE
Ismael León Almeida
Algunos días el río Jaimanitas apenas fluye, lento y
extrañamente limpio después de un par de aguaceros invernales en la semana.
Entre la orilla arenosa, con algún mangle sobreviviente, y el islote con la
garita encima, está saliendo ahora el barco. La palabra meramente describe un
casco de veintitrés pies, un resguardo a proa y cuatro individuos que van a
pescar. El mesurado “paca-paca” aburre a las gaviotas, que dudan entre esperar
para seguir la costa, dejándose llevar por la brisa de media mañana hasta algún
playazo más animado o seguir el reflejo del río hasta ponerse a la vista de un
embalse tierra adentro. Una va detrás del bote de costado blanco, verde botella
por encima, con la esperanza de que alguna manjúa asustada por la quilla se
descubra.
Los dos muchachos van inquietos, en su primera salida al
mar. Uno llegó al preuniversitario, Daniel; el otro, Erik, está todavía en
secundaria. Entre los dos necesitarían la cubierta de un petrolero para ser del
todo felices, corriendo, tirándose una pelota, lanzando al agua lo que creen
que sobra a bordo. Cuando se cansan de tirar migajas de pan al aire para ver a
la gaviota que sigue al Guairocogerlos al vuelo, se quedan un
instante alertas, cada uno sondeando su pedazo de océano. El Viejo los mira, el
Papá los mide y no es sastre.
―Con estos va a haber poco peje hoy―, dice Papá.
―Tú comenzaste así, yo jodía más que tú cuando tenía la
edad de ellos, así es. Tienen que aprender―. Papá se pregunta cuándo su papá se
volvió tan filosófico.
―Vayan preparando sus cordeles para cuando lleguemos al
pesquero, que ya están grandecitos para estar pidiendo que les amarren el
anzuelo―. Ellos se ríen, Papá habla como si estuviera molesto con algo y el
Viejo le pasa el timón, un listón de casi un metro sobre la cubierta de popa,
para que lleve el bote hasta el bajo de Santana. De vez en cuando, los
muchachos compiten a ver cuál de los dos conoce mejor la costa, que no han
visto desde el paseo de las vacaciones del año pasado, cuando abuelo compró el
barco.
― Esa es la entrada del canal de la marina― dice Daniel.
― ¿De qué lo sabes? Porque lo que yo veo es la playa de
La Puntilla― pulsea Erik, que tiene los ojos cuidadosamente ocupados
en el contenido de la caja de anzuelos.
― ¡Pregúntame! ¡Pregúntame!― dice el hermano, haciendo
como si saltara como el burro de los animados del ogro Shruek.
―Bueno Shruek, ¿de qué lo sabes?
―De que aquello es una boya de recalada y aquello una
baliza que indica un canal, burro―. Papá el Viejo sonríe haciéndose el que se
inspecciona el cachete sin afeitar con una mano, levantando los ojos al
noroeste como un castero anzolado que está buscando escapar. Se acuerda de la
explicación de las marcas y señales, se dijo, ufano.
Con la marea llena, una brisita que empezaría a soplar en
un rato y la ayuda del menguante, contaban con levantar algunos buenos pescados
para llenar el frío y entretener a los muchachos. Ellos tendrían que ocuparse
de la cuestión de la pesca por sí mismos un día u otro, y el Viejo estaba
seguro de que eso sería más temprano de lo que cualquiera pensaba.
―Daniel, coge pa’ proa y aguanta la potala. La tiras
cuando yo te diga, ¡no te duermas! ― ya saben quién dijo. Más rápido que el
pelícano que una y otra vez hacía clavados en el bajo frente al mangle, Erik
terció:
―Bueno, a mí por lo menos me va a tocar llevar el barco
de regreso, ¿no?
El Viejo terció y el más chico, haciéndole caso, comenzó
a escoger la carnada para preparar los cuatro cordeles enrollados todavía en
sus viejos y grasientos yoyos de madera. Haciendo abanico con la barra del
timón, Papá hizo al Guairo dar un rodeo alejándose de la costa y dando la proa
al viento. Entretanto, vigilaba el fondo y le hizo un gesto al muchacho mayor,
que dejó caer el pesado grampín de cuatro puntas, que se perdió en el agua
verdeazulosa, veinte brazas abajo. Se dejó correr por el viento, mientras la
cuerda se deslizaba por las manos de Daniel.
―Déjalo alinear y amarra― el mayor dudó, por el nudo. El
Papá lo adivinó: ― Ballestrinque. De atrás palante en la argolla,
pasa por detrás...
― Ya, ya― y completa Daniel, entrando la guía del cabo
nuevamente a la argolla y haciéndola enseguida pasar por la gasa que ha formado
en el proceso― ahora aprieto y que se suelte.
La cuerda se tensó; el bote quedó tranquilo, oscilando
suavemente con el rizado del agua, sobre un fondo de coral y madréporas que
creían lleno de peces allá abajo. Hubo una leve lucha de poder por los puestos
de pesca; un intercambio de diatribas a causa del largo del revoleo que uno u
otro daba al aparejo para lanzar el anzuelo, y finalmente la paz se hizo cuando
las cuatro carnadas llegaron al fondo, tras un leve recorrido en toda la
columna de agua, seguido atentamente por el pulso tenso de cada mano a bordo.
Comenzó la picada. Pasaron dos, tres horas, de ese modo indescifrable en que el
tiempo del reloj se va yendo cuando se está en el mar. A bordo se tomó agua,
café, un buche de ron el Viejo, dos Papá. El nailon se lanzaba, Erik iba
contando mientras tanto:
―Uno, dos, tres, cuatro... ― los segundos que demoraba en
tocar el fondo la plomada, dejándole en la mano que sostenía la línea una
situación rara, de punto y aparte, de ahora que va a pasar. A veces Daniel lo
mandaba a callar, por decirle algo, luego dejó de escucharlo, cuando comenzó a
sentir sus propias picadas. A veces subían un pez y decían su nombre:
―Ronco...
―Bajonao...
―Otro ronco...
―Mojarra―Ya el Viejo había advertido Daniel que cuantas
veces tirara hacia aquel arenazo era mojarra lo que sacaría. Pero el muchacho
lo repetía y lo repetía porque le gustaban aquellos peces de color intensamente
plateado que luego tenían aquel sabor tan fresco a marisco limpio cuando lo
freían. Usaba una línea muy fina, con un anzuelo pequeño y afilado, el que
cubría cada vez con la carnada, un trozo de lombriz marina. Ya vendrían peces
grandes, pensaba.
―Aquí viene una morena y está buena― dijo Papá.
Halaba cordel a brazadas lentas y constantes, como si
levantara del fondo un peso inerte que no hacía por escapar. Era una sensación
engañosa, lo sabía, porque el pez vendría envuelto todo sobre sí mismo en una
furiosa bola de músculos y habría que ser muy cuidadoso cuando llegara a la superficie.
Conocía un caso en que una morena, cogida por uno que pescaba en balsa con los
pies dentro del agua, en lugar de escapar hacia el fondo retornó molesta cuando
fue liberada del anzuelo y le dejó cuatro colmillos marcados.
―Como diez libras― comentó el abuelo, que siempre sentía
un estremecimiento cuando se hallaba en presencia de aquella especie de
serpiente de carne tóxica, que parecía que todo el tiempo tenía ganas de
morder. Allá abajo vivía en los huecos en la vecindad de las langostas, para
cazar a los pulpos que venían a cosechar a aquellas para su almuerzo. Si el
pescador submarino se acercaba, podía ser también mordido, para ellas no era un
problema. Al pulpo sencillamente lo devoraban en su cueva y enseguida se asomaban
a la puerta a ver si otro andaba por allí merodeando.
A la que traía Papá en el anzuelo hubo que darle un par
de golpes con la caña del timón para que se desenroscara y soltara por sí misma
el anzuelo. De no haberlo hecho, el Viejo habría cortado rápidamente el cordel
y dejaría perder un buen anzuelo Mustad del número cuatro que tenía al extremo,
porque una morena viva dentro de un bote es un problema, o el doble, según las
veces que logre morder.
Resuelta la cuestión, vuelta a tomar agua, ron, café. Merendaron
todos el pan con puerco que muy especialmente prepararon en casa y refrescos
fríos de la nevera de la carnada. Contaron la captura y estaba regular, aunque
variada: veintipico de roncos, dos bajonaos buenos buenos, la media docena de
mojarras de Daniel....
― Si hubiéramos traído engó― dice el abuelo.
―Te lo dije, pero me dijiste que no tenías tiempo― opina
el respondón Papá.
―No hubo tiempo, es montón de cosas y, además, con los
muchachos no se puede estar complicando mucho la pesquería.
―No, la verdad que no.
Después de merendar hicieron limpieza y recogida a bordo,
le prohibieron a Erik y Daniel que echaran al agua absolutamente nada, salvo
algunos restos de carnada que los peces aprovecharían, acercándose, con suerte,
algunos más al pesquero. Movieron un poco el bote, buscando el cañón
sumergido del río Santana, echaron nuevamente el grampín y Erik se dio ahora el
gusto de dejarlo correr hasta que la popa estuvo en el centro mismo de lo más
profundo del canal. Los anzuelos volvieron a lo hondo, pero la picada a esta
hora era más lenta.
― Si tuviera aquí una vara de spinning tal vez
levantábamos un cibí o una picúa― Dijo el más pescador de los más jóvenes. El
Viejo pensó que el muchacho iba a ser muy bueno en este negocio dentro de poco.
Recordó como lo llevaba en bicicleta hasta el embalse y hasta la costa, cuando
era un chiquillo de cinco años, sentado en un cojín que preparó y que
atornillaba a la parrilla trasera, donde sentaba al muchacho y le hacía apoyar
los pies en los dos soportes atornillados al eje de la rueda, que llamaban
“teteras”, vaya usted a saber por qué.
― ¡Ñó! ― dijo ahora el abuelo―. ¡Ñó! ¡Nó! ¡Ñooo!
Cada vez que decía “¡Ñó!” los muchachos lo miraban con
asombro. Era la palabra más inocente de todo el mal vocabulario que a veces se
gastaba la gente de la orilla para adentro, pero hace rato él había dejado la
costumbre de expresarse de ese modo. “¿Para qué tanta grosería?”, se explicaba,
“si lo que uno quiera decir, por duro o molesto que sea, se puede decir con las
palabras corrientes”. Ahora decía “¡Ño!” y cada vez que lo hacía iba acompañada
de un gesto muy claro para los tres restantes pescadores a bordo: le estaba
tirando un clavón a un bicho bueno. Un pez grande estaba tratando de picar.
― ¡Te cogí, cabrón!― Era demasiado. Los otros tres se
miramos con un gesto burlón en los ojos, disfrutando que iban a ver
un pescado bueno por fin en el día.
Hubo un momento en que el Viejo afincó las rodillas
contra el listón que reforzaba por dentro la banda del bote, pegó los codos a
sus costados y tensó el cordel, reteniendo el yoyo en la mano izquierda y
haciendo toda la fuerza que podía con la derecha, que iba a quedar luego con
unas cortadas casi sangrantes a todo lo ancho de su palma.
― ¡Suave, suave, Viejo, no lo cañonees! ― rogó el hijo.
― ¿Suave? Esto es un sesentitrés y si ese bicho coge laja
él comió y nosotros no-. Papá sabía que era un nailon de 63 libras de
resistencia, pero a él nunca le parecía bastante lo que aguantaba la línea,
siempre estaba creyendo que iba a perder un buen pescado. Su padre, a
diferencia, gustaba de tener más picadas y siempre que podía usaba las líneas
más finas que podía. Esta era una excepción, en realidad.
― ¿Qué tú crees que es? A mí me parece... ―. El hijo
había vuelto a ser entonces el muchachito que aprendió el arte de pescar
saliendo con el Viejo a las costas y a las represas, siempre con asombro y
siempre muy competitivo. Creía estar seguro de que habían logrado una muy buena
captura, pero el padre no le dejó seguir.
― ¡Sió! ― Al Viejo se le acababa de ocurrir algo. El pez
se había detenido en un sitio bastante apartado del fondo y el pescador sabía
que no volvería a él si no aflojaba la mano. Sería cosa de un instante. Poco a
poco la presión del animal aflojó y comenzó a cobrarlo a brazadas hasta la
superficie, donde deslumbró a los muchachos cuando lo vieron aparecer,
coleteando y chorreando agua, por encima de la borda. Era un hermoso pez.
― ¿Qué pescado es ese, abuelo? ― Daniel.
― ¡Es-tá-güe-e-nooo! ― Erik ― ¿Qué bicho es, Papá?
― Tu abuelo va a decirlo.
―Vamos a averiguarlo―. Mientras Papá viraba el cordel
echándolo a brazadas hacia el lado del anzuelo, para recogerlo nuevamente, sin
enredos, en el yoyo, los muchachos marcaron sus líneas presionando algunas
vueltas sueltas bajo cada carrete, y el abuelo buscaba algo en la mochila,
después de echar sobre el pez de coloridas escamas un saco de yute humedecido
en el mar. Erik pensaba que el viejo estaba buscando un cuchillo para eviscerar
aquella pieza espléndida, pero le vio sacar un viejo libro forrado en
polietileno negro y abrir unas páginas ajadas después de secarse bien las manos
en los muslos del pantalón viejísimo que usaba para pescar.
― ¡Abuelo, un libro en el barco! ¡No, no, no! ¡La verdad
que lo tuyo...! ―habrá dicho cualquiera de los dos nietos.
― ¿Tú te sabes el nombre de todos los peces? ¡Porque yo
no!
― ¡De todos los que hemos cogido hoy! Menos este ―
cualquiera de los dos.
El Viejo fue pasando las últimas páginas del libro, hasta
que dio con lo que buscaba.
―Aquí están las claves que nos van a decir que pescado es
este. Hay que leerlo paso a paso y vamos a aprender algo―. Los muchachos
iniciaron la huelga.
― ¿Qué vamos a leer, La cucarachita Martina o El
Principito? ―, dijeron Erik y Daniel― ¡Lo que quiero es pescar! ¡Pes-car!
―Los cordeles están en el agua con carnada, si viene otro
lo sacamos. Eso es pescar ―. Papá se puso de parte de su papá. ― Aprendan algo.
― Miren aquí―, dice el Viejo― si las cuentas son
dieciséis claves; cada una, una letra. Para llegar a la que le toca a este pez
hay que saber mirar y leer con cuidado, porque si no, vas a creer tiburón lo
que a lo mejor es una cobia.
― Una novia. ¿La novia de quién, del tiburón? ¿No es la
cornúa? ― Erik, claro.
― ¡Cállate, Shruek! ¡Él dijo una cobia! ― Daniel, quién
más.
― ¡Ey, atiendan! ― Papá, gozando la tarde fresca y su
trago de ron con hielito, dejándole al viejo la lucha con esos dos.
Se acomodan como pueden alrededor del pez, que tiene más
de medio metro de largo, es gordo y de escamas lustrosas. El Viejo, que ha
leído el viejo tomo como quien busca versículos de una biblia, va pasando el
dedo por los renglones, muy cazurro él, como si de verdad estuviera perdido en
lo que busca.
― ¿Qué ustedes creen? ¿Tiene “una sola abertura braquial
a cada lado”?
― Como todos los peces...
―Todos no, los tiburones que decías ahorita tienen seis o
siete... ― el Viejo―. Este tampoco tiene “cola alargada en forma de látigo”,
así que hay que escoger esta otra posibilidad, que parece más segura: a la vista
están las escamas y el esqueleto tiene que ser óseo, porque a los que lo tienen
cartilaginoso en verdad no se parece.
― Abuelo, muy bien por tus claves, ¡pero todavía podría
ser cualquier cosa que nada en el agua!
―Hasta un pescador submarino―, remata el burlón Erik.
El Viejo, para no aburrir a los muchachos, pasa el dedo
con rapidez de página a página,
Contando más que leyendo. Han pasado, sin que no toquen,
las claves A y B. indican ahora ir a la indicación 4, que es muy fácil, porque
este pescado inquieto no tiene hocico tubular, ni tampoco ventosa alguna, como
se decide en la alternativa número 5, y saltando de una en otra porque las
aletas pectorales del pez de ningún modo son como largas y anchas como alas,
sino que parecen normales.
―Este pescado tiene un ojo a cada lado del cuerpo.
―Si tuviera los dos de un solo lado sería ¡un tapaculo!
―Lenguado.
―Es lo mismo. ¿Qué más dice ahí?
―Que si no es un bicho repulsivo con un tentáculo en la
cara, posee “aletas ventrales en posición toráxica”, como esas que ven, que no
está en la barriga, sino más arriba, pues – El dedo del Viejo salta de una
variante numerada a otra que es 16 raya B - observen bien esta aleta. Esto es
una espina y estos son radios, ¿cuántos radios son?
Erik cuenta. Daniel cuenta.
―Seis.
―Cuatro y tres cuartos, abuelo.
―Una espina y cinco radios, sabiondos. Eso nos da una
fórmula, que se escribe con el uno romano, por la única espina, y el número
cinco, por los radios blandos. I-5, y esa fórmula lleva a la clave P.
Curioso o apurado, para acabar de poner al pez al buen
recaudo del hielo, Papá se interesa por cuántas familias ictiológicas están
nominadas en este grupo P.
―Resulta que son unas cuantas y no todas muy apreciadas,
si vamos a pensar en términos gastronómicos- Responde el Viejo, contando los
nombres que el texto destaca en letras itálicas-. Acanthuridae, Bembropidae,
Bramidae, Carangidae cuatro veces, Gerreidae que son tus mojarras,
Labridae si hubiera un peje perro...
―Vaya atracón de latín que les estás dando papá-, dice
Papá-. ¡Luego no quieren abrir un libro ni por dinero!
―Mira, hay que tener paciencia cuando se va a aprender algo
nuevo. Y lo nuevo que uno aprende se queda siempre con uno y va a servirte una
pila de veces más después ― El Viejo se vuelve más filósofo mientras más viejo,
piensa Papá, que ya pasó en sus días por todo ese tormento del arte y la
ciencia y se divierte viendo sudar a Daniel y a Erik. ―Y si no quieren abrir
libro, allá ellos.
El Viejo sigue, imperturbable, explicándole a la prole
rebelde que para llegar a encontrar la familia a la que pertenece este pez
acabado de pescar nada más hay que seguir el mismo método que practicaron hasta
ahora, viendo cual propuesta de descripción se ajustaba mejor a lo que tenían
delante. Si por casualidad se quedaban confundidos en algún término anatómico,
él ayudaba, señalándolo en el ejemplar presente.
―Veamos: el pez que tenemos en el entablado ya vimos
antes que posee escamas y ningún tentáculo...
― Sí profe...
―... así que preguntan si posee un detalle anatómico
llamado “soporte óseo suborbital”...
― ¿Lo preguntan en español? ― Daniel, haciéndose el
gracioso.
― En japonés, a mí me suena en japonés― Erik, repuntando.
―O ruso ― ¡Papá!, sumándose, y recordando su infancia de
dibujos animados que siempre terminaban Koniec.
― Atiendan ― Todo un catedrático el Viejo―. A la vista,
nada particular se destaca debajo de la órbita en nuestro ejemplar, pero bien,
si lo tuviera y no fuéramos capaces de apreciarlo, ¿qué sería? Dice que sería
un pez de la familia Scorpaenidae ―y pasándole el libro-. A ver Erik, si eres
capaz de encontrarlo.
― ¡Lo tengo! ― Al rato.
― ¿Qué es?
― ¡Página setecientos!
― ¿Y es?
― Rascacio, un rascacio.- Daniel es el que ha hablado,
por molestar, se sabe.
― ¡Rascacio ni rascacio! ― Abuelo irónico, triunfal-.
Este pez es demasiado atlético y elegante para ser un rascacio. Es también más
grande que cualquier rascacio que haya uno visto, ¿dónde están las espinas
amenazantes del rascacio? Y lo más importante: ahí dice que los integrantes de
la familia Scorpaenidae tienen entre sus características “una quilla o soporte
óseo en las mejillas que llega hasta el preopérculo”.
―No me parece. ― Erik, retornando de alguna parte.
― ¿Qué sigue? ―Papá, con prisa, recogiendo su cordel para
ponerle carnada fresca.
―Que si no es rascacio es otra cosa. Otra cosa que tiene
las espinas de la aleta dorsal conectadas con membranas...
―Todo un acuario. ― Daniel ya está metido hasta el cuello
en el tema. Si alguien le preguntara mañana, diría que va a ser biólogo.
―Daniel, ¿Tú vas a ser biólogo, chico? ―. Daniel se ha
fijado bien en el título del libro, la Sinopsis de los peces marinos de
Cuba, del doctor Guitart, un biólogo al que su abuelo dice que conoció en
persona. Pero él tiene una imagen que cuidar.
―Músico, músico siempre.
Erik, oyéndolo, arruga la nariz y le espeta:
―Ve aprendiendo a doblar para cuando vayas a cantar en la
televisión, ¿eh?
― Atiendan ustedes, que esto se complica un poco ―alerta
el Viejo―. No siendo un rascacio, damos un par de buenos saltos en la lista,
pues del carácter cuatro, nos envían al ocho, que por no estar las aletas
dorsal y la anal del pez seguidas por pinnulas nos remite a la once...
―La línea lateral, ¿Cuál es?
―Más o menos esta. Es más fácil si la buscas a partir del
centro de la cola, o sea, la aleta caudal, y vas siguiendo el contorno del
dorso del pez en dirección al opérculo.
―Ya veo ―. Se ilumina Daniel, leyendo por sí mismo el
libro- Y no tiene placas aquilladas como un jurel de la pescadería, ni espina
en forma de lanceta en ninguna parte. Debe ser una “línea lateral normal” y
vamos a trece.
En 13 se lee que, no teniendo barbillas en la garganta,
no es salmonete (Mullidae), y si la aleta anal no está precedida por
espinas libres, no es elegible como pariente de los jureles (Carangidae)
ni ese otro tan raro que ni siquiera tiene nombre común, el Pomatomus
saltatrix. Lo que sigue, de un ordinal a otro, va copiando el pescado
detalle a detalle: “dos aberturas nasales a cada lado”, “línea lateral no
interrumpida..., extendida hasta el extremo de los radios centrales de la
caudal”, “cuatro arcos branquiales” (21 B), “dientes no cerdosos”...
―Para nada, miren ahí, son de los que muerden, no de los
que filtran.
― “Cuerpo más largo que alto”. A la vista está.
―Ahora pregunta por las membranas branquiales, que si no
está bien unidas al itsmo, no es Gobiidae, que son los sapitos y qué va a ser
un sapito éste.
―El itsmo... ¿de Panamá? ―Erik, jamás renuncies.
―Maxilares no son muy protráctiles, lo que nos aleja de
tener Gerreidae o Emmelichthydae. Dime de la línea lateral; las alternativas
son si está incompleta, interrumpida, ausente o en otra forma.
― En otra forma, ahí está.
― Entonces... a ver... La aleta anal no es más larga que
la dorsal. No.
―No.
―Y, no es Coryphaenidae, porque en ese caso
hay una sola opción: tendría que ser un dorado, pez famoso. Y no es.
― ¿Entonces? ¿Asumimos que tiene “seudobranquias
presentes y descubiertas”?
―O hay que virar atrás.
― O seguir, viendo a dónde vamos con esa indagación sobre
la aleta dorsal.
― Ya revisamos las páginas del libro y no es lo que
propone; ni Grammistidae, con dorsal solo espinosa, ni Latilidae, que tiene una
dorsal larga de pocas espinas delgadas y muchos radios. Así que el camino está
por la “dorsal de otra forma”, una dorsal completa, doble, dura y blanda, como
es el caso.
Llegado a este punto, las dos variantes que proponen las
Claves para un pez con tal aleta dorsal es bien fácil de resolver. Entre un
pedúnculo caudal muy delgado, y el grueso y fuerte tronco de cola de este pez,
no hay confusión. Se indica pasar al punto número 36, que se abre, como en cada
caso, en dos variantes. Lo esencial es decidir si el maxilar es cubierto
parcialmente o nada cubierto por el preorbital, o si, en otra variante,
deslizan casi por completo por debajo del borde del preorbital, “que forma más
o menos una lámina”.
― Muy fina distinción se nos pide. Los premaxilares son
protráctiles, un poco al menos...
― Lo que se deriva de ahí nos lleva a dos opciones con el
número 37 y a otras dos con el número 43. Veamos. La primera de las dos
primeras pasa por Apogonidae...
― Dorsal continua, tres espinas en la anal. No es.
―...la otra lleva a Scombropidae, que no parece porque
eso sería un escolar chino, o habrá que ver qué nos deparan los dientes en el
vómer y la dorsal continua.
― No siendo Serranidae...
― ¿Por qué?
― Fíjese en que no tiene las manchas de una cherna, ni
las escamas tan pequeñas de ellas. Tampoco es Priacantidae, ni
Gramnidae, ni Lobotidae y ya descartamos Apogonidae.
― Y como la dentadura no parece de un peje que come
hierba, que es lo que ahora se pregunta, este carnívoro, con sus dientes
vomerinos y todo, debe ser Lutjanidae, la familia de los pargos.
― ¿Pero cuál?
― Debería bastarnos.
― Un par de los de esta familia, como la cubera o el jocú,
están entre los sospechosos de siguatera. ¿Usted se imagina enfermarse aquí?
― Si llegamos hasta aquí, suponiendo que no hayamos
errado del todo en completo, podemos llegar a decir quién es este individuo.
― Siempre que no tengamos que llegar a un estudio de
genética molecular o algo así, este libro nos puede ayudar.
-Familia Lutjanidae, página 443...
―... Siete géneros y dieciséis especies en aguas cubanas.
―Tin Marín de dos...
―Para eso están las fichas y las ilustraciones de cada
especie. Pasa las páginas.
― ¡Se parece a este! ¡Y a este!
― Biajaiba y ojanco, sí, cada uno con su mancha oscura
bajo la dorsal y todo. Pero no, ese buen tamaño, el color rosado y esa línea
azul por debajo del ojo lo marcan inevitablemente. De acuerdo con la ficha y la
evidencia, lo que acabas de coger es este, un pargo criollo, Lutjanus analis―
Mira el Viejo a los dos chicos, hace una mueca al hijo y lo apura: ― Prende los
carbones, mijo, y calienta el aceite, que voy a limpiar este bicho y a hacerlo
ruedas.
― ¿Este no lo vas a soltar? ― hay sorna en la voz de Papá
― ¿Uno solo? ¿El único? No hay que ser tan verde, esto es
proteína pura, no está ahuevado, ni en riesgo ambiental. Si estuviera bajo
de talla, o fuera una hembra sin desovar...
― Pargo criollo. ¡Una verdadera maravilla de la
naturaleza! ― relamiéndose, Papá.
Los dos mayores van a lo suyo, en el departamento
gastronómico. Cada muchacho coge su cordel y al minuto comienza muy silencioso
a rodar hacia el agua el que estaba marcado por Papá, soltándose suavemente,
vuelta a vuelta, por el pulido borde del yoyo, hasta que corre con un siseo
suave, frotándose contra la tabla del costado del bote, escapándose hacia el
agua.
― ¡Eh! ¡Ahí va el otro! ―exclama Daniel.
― ¿“Lujanus análisis”, no? ¡Este es el mío! ―
Erik, rematando la tarde.
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